sábado, 17 de marzo de 2012

Sobre Dulcinea (Carta)


     Te contaré sobre una vieja carta que perdí. Y me dirás, amigo mío, que es una historia repetida hasta el mismísimo hartazgo; me reprocharás el hecho de haberte mandado infinidad de cartas que hablan sobre cartas. Pero esta es diferente. Y permíteme corregirme, pues te he mentido al decir que se perdió. Es que perder implica impotencia ante un hecho involuntario, cuando a sabiendas este último escrito fue devorado por un fuego bien consciente, que en su gula consumió a todos los demás. Así es, amigo querido, todas las cartas se han ido, al fin, a ser ceniza.
 
     Se trataba de ella. Todo hablaba de ella en ese entonces. Y de mí, y de cómo me gustaría contemplar su paso constante, su paso firme; de cómo me gustaría toparme con esa mirada que agrieta las paredes, y del miedo que le tengo a esa mirada.

     Y de cómo la odio, y de cómo la amo. De la ceguera que me ha impuesto y de los años transcurridos bajo su sombra. Pues ella le ha dado a mi vida un sentido y un castigo, dueña de mi pluma y verdugo de mi cordura.

     De la lluvia. Se trataba de la lluvia también, caótica, que te obliga a acelerar el paso cuando vagas por ahí en tu mundo seco. Un desierto perlado de espejismos, evidentes en tu memoria mientras ignoras el agua que corre por tus mejillas.

     Se trataba de la mente. Se trataba del perdón y de la belleza de aquello que logras ver tú solo. Ella caminaba, preocupada por una cosa y furiosa por otra, según yo mismo relataba en agridulce fantasía. Se trataba de la historia misma, de la ironía, de lo que yo escribía. De cómo ella no podía contar su historia por estar atrapada.

     Se trataba, compañero, de un narrador mudo y de un lector ciego. De todo lo que no ves, y de cómo añoro que alguien lo vea, que me vea y sueñe junto conmigo. Decía que la tristeza te deja ver cosas más bellas, porque son tan sutiles que solo pueden distinguirse en la oscuridad. Ella era luz en luz, invisible, y de la oscuridad me encargué yo.

     Se trataba de la música. Ella estaba allí también, ella estaba en mi música, y su sonrisa en el glorioso crescendo. Silueta de  Blues, la mirada pícara de un Jazz esmeralda, y la inexistente voz de una pieza clásica. Se trataba de un piano. Se trataba de las notas de ese piano, y de cómo esas notas me recordaban a ella. Solo mira el delicado paralelo de las teclas en el instrumento, armonía de tez clara y cabello oscuro, que con o sin malicia esconden el secreto de las cuerdas bajo la tapa de la cola, en un proceso tan bruto como perfecto.

     Se trataba de las cosas que le diría cuando la vea. Se trataba de que no estaba con ella.

     Hablaba de la soledad.

     Hablaba solo.

     Pero no pretendo victimizarme. Sé de hombres que han sufrido lo mismo, en calles de tierra, de arena, de grava, adoquín o asfalto, incluso en aquel entonces cuando había caminantes sin caminos. Me he enamorado de una idea, amigo, de la idea de una mano y unos labios, de una señorita de vapor condensado en lágrimas. Y disculpa por la imagen tal vez tosca, pero eso refleja lo ridículo de mi situación.

     En mis peores días, despliega su cabello como las alas de un cuervo, me devora su sombra, me horroriza su mirada gris, su ser en monocromo. Sus manos, sus labios, empuñadura y daga. Prende un cigarrillo, me lo lanza y allí quedan las cenizas sobre mi cabeza y mi cabello, donde su melodía se transforma en la profánica fusión. Silueta de Rock, la mirada desafiante de unJazz escarlata, y la tonada épica de un coro celta. Ese reproche insinuado me tiene hecho un fantasma de las calles; el reproche de que lo que escribo no es digno de ella, de que lo que digo no es digno de ella, de que lo que sueño no es digno de ella, y al darme la espalda estalla en miles de mujeres miserables que desestiman su propia hermosura. Damas hechas muchachas que caminan por la vereda con la vista fija en las baldosas, sin atinar a mirarse en las vidrieras. Y yo caminando junto a ellas, con los ojos en el suelo, esperando a que la lluvia llegue a transformarlo todo en un espejo y nos veamos las caras. Qué tristes estamos sin un otro a quien declararnos antagónicos, y sin embargo complementarios. Qué sería de la mente sin los sueños, qué sería del desierto sin los espejismos, qué sería del Rock sin elBlues. Qué sería de este piano sin las secretas cuerdas. Qué sería de una hermosa muchacha sin alguien que la imagine en todo su esplendor de mujer, y que con rencor la adore por ser música y cuervo blanco.

     Ruego tu perdón amigo, por lo que está por suceder, si es que acaso no ha sucedido ya. Considera esta carta mi redención, como un intento por aplacar mi condena. Ella, a quien he creado, debe partir a las manos de otro soñador, de alguien de confianza como sé que eres tú, querido lector ciego. De a poco fue tomando forma en tu mente mientras leías, y allí quedará por siempre, volando para regresar. Así ha sucedido a lo largo de la historia. No te sientas mal, la idea nos condena a todos por igual, a través de lo que sentimos, de lo que oímos y vemos, de lo que imaginamos y a lo que damos cuerpo propio. Te basta con salir a la calle y ver las cabezas gachas de la gente. Esa gente no está sola, al menos a simple vista. Yo comparto mi idea contigo, pues es otra forma de amar lo que he creado por sobre toda banalidad sensorial. Espero que me entiendas y sepas que te quiero, y que esto no es sino un acto de confianza plena. Cuida del sueño, cuida de ella, hazla tu musa y cuando llegue el momento déjala ir, pero sin renunciar a su esencia.

     Su legado, sin duda, es habernos enseñado a amar. El mío está impreso en cada letra de esta última carta a la que he perdonado del fuego. Y el tuyo, compañero, el de aceptar mi partida y mi cariño incondicional, no responderme nunca y hallar en cada uno de tus actos a la Dama, la Música, la Condena; a Dulcinea.


Esta carta fue postulada el 17/02/2012 en el Concurso Cartas de Amor (http://www.concursocartasdeamor.com/).

Escrito por Ezequiel F. L. Cabrera

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