Año 2008
El cansancio y el agotamiento me sofocaban. Párpados de plomo, mis huesos como vigas, mi antiguo peso transformado en toneladas; los sentía, y podía sostenerlos, era insoportable. Finalmente me rendí, decidí que no quería aguantar más, y olvidé para siempre la razón de mi agotamiento, dejando caer todo el inmenso peso de mi cuerpo sobre una superficie que, ya irreal, se derrumbaba, incapaz de soportar tal presión. Sentía cómo iba destrozando las superficies de pisos inferiores, aquellos de una torre o edificio en el cual yo nunca había existido. Sentí acero, sentí piedra, sentí vidrio, y cada golpe ablandaba mis extremidades de acero, de piedra, de vidrio, hasta que mi cuerpo era solo una intuición, una duda, al igual que el suelo que amortiguaba mis golpes. Y dejé de caer. Algo en mi interior me decía que había dejado de caer, pero no quería averiguarlo, lo sabía, aunque ya no sintiese nada.
Perezosamente
entreabrí los ojos, ya dóciles y livianos, para conocer mi mundo. De inmediato
debí cerrarlos para protegerlos del sol que me encandilaba. Aun así podía ver
el paisaje en penumbras, como si el sol fuese un adorno en el cielo, sin la
capacidad de iluminarlo. Sólo algunos faroles dispersos irregularmente por el
terreno iluminaban una pequeña porción del entorno. Decidí no
cuestionar mi imaginación. Me levanté sin esfuerzo del suelo, aún con los ojos
cerrados, y, después de una pausa, respiré profundamente. Era como estar junto
al mar. Una brisa pacífica acarició mi interior, lo repuso, lo curó; una
sensación que ni en la más absoluta realidad hubiera disfrutado. Me estaba
dando a mí mismo una bienvenida.
Me mantuve
parado en ese sitio un largo tiempo, o mejor dicho, ¿me mantuve parado en ese
sitio un largo tiempo? No lo sé; pero durante ese “tiempo” me dispuse a
contemplar el paisaje a través de mis ojos cerrados. Contemplé el cielo, oscuro
alrededor del sol y de un color amarillento en el horizonte, a veces anaranjado
o incluso plateado, adornado por lo que parecían pequeños cortes de luz o
resquebrajamientos que le daban una apariencia frágil, inestable. Y al observar
con más detenimiento me di cuenta de que todo en ese lugar tenía ese aspecto o
matiz de inseguridad en su diseño, como aquel de alguien a quien le duele
finalizar su trabajo. Eso es, parecía incompleto, como en borrador; pero era
muy bello, era simple y a la vez extraño, único.
Aún así un
pequeño pedestal de piedra captó mi atención como por la fuerza. De hecho, era
imposible que pasara inadvertido: a diferencia del resto del entorno, este
objeto parecía existir con especial empeño, parecía más real y más sólido que
cualquier otra cosa; así también era el objeto que sostenía. Un reloj, al
parecer de hierro, con agujas de piedra, se mantenía estático, inamovible sobre
el pedestal. Me acerqué para contemplarlo mejor, ya con mis ojos abiertos, pero
sin recordar en qué momento los había abierto. Era increíblemente bello, y
poseía una seguridad en su figura que lo hacía imponente. No quería tocarlo, me
atemorizaba, me parecía enorme, descomunal; pero mi mano ya se dirigía hacia el
reloj.
Mientras mi
mano avanzaba involuntariamente, con una lentitud insoportable, yo, por mi
parte, advertí orto detalle: el reloj no indicaba las horas ni los minutos,
sino los días y las noches.
La noche
del séptimo día, cuando ya casi tocaba el gigantesco reloj, yo abrí los ojos
nuevamente y fui separado de mi mundo por la fuerza.
Me encontré
tendido en el suelo de una casa. Mi mano extendida aun ansiaba alcanzar el ya
irreal objeto. Pero a pesar de la desilusión me sentía fresco y ligero. Me
sentía tan bien que no me importó el hecho de levantarme y no tener la menor
idea de dónde estaba; pero simulando lo contrario, e impulsado por un hambre
abrasadora que debía saciar, me entregué a mis necesidades.
Salí de la
habitación en la que me encontraba a través de un umbral sin puerta, crucé un
pasillo de paredes corroídas o empapelados rasgados, bajé unas escaleras de
algún material desconocido y escalones irregulares, entré por error a un baño
con un vidrio por espejo, y finalmente llegué a la cocina donde, colgado en la
pared, aguardaba mi reloj de hierro, de agujas de piedra, que cada semana y
periódicamente, ya sea sobre la fuente, la estatua o la torre que lo sostiene,
me indica que un nuevo despertar debe corromper mi cordura; y aunque sé que las
cosas que haga o escriba permanecerán únicamente en la realidad en que fueron
creadas, ya hace varias semanas que el reloj comenzó a darme la hora.
Escrito por Ezequiel F. L. Cabrera
Quiero volver
Volar
Quiero sentir
Pensar