26 de Septiembre de 2006
La luna rojiza observaba con agrado la persecución. Los lobos corrían detrás del hombre, tratando de interceptarlo, mientras éste, veloz como un rayo, esquivaba ágilmente los gruesos árboles del bosque sumido en las tinieblas.
Todo el lugar parecía tinto en sangre, iluminado por la luna, y una bruma espesa dificultaba la visión, lo cual no facilitaba la caza para los lobos. El hombre no daba señales de cansancio y estaba empezando a perderse entre la abundante vegetación. Los animales aceleraron su carrera, acortando la distancia entre ellos y su objetivo.
Mientras corría, el hombre se dio cuenta de que le faltaba el aire, y sus piernas no iban a resistir mucho tiempo más. Se había adentrado mucho en el bosque. Los árboles se abalanzaban sobre él, disfrutando de su sufrimiento. Comenzó a perder velocidad. Desesperado, recogía lo que tenía al alcance de su mano (ramas, piedras, máscaras) y lo lanzaba hacia atrás, con la esperanza de retrasar el avance de los lobos. Lo consiguió. Una rama le lastimó el ojo a una de las bestias, que lanzó un lastimero aullido y tropezó. Provocando un efecto en cadena, los otros fueron cayendo, uno a uno, obstaculizados por los demás lobos. Al fin, el hombre pudo alejarse de sus perseguidores. Con la respiración agitada, corrió hasta que ya no pudo más y cayó al suelo, exhausto, dolorido y hambriento. Se quedó dormido.
Horas o minutos después, lo despertó una terrible puntada en el cuello: una mordida. Este dolor no duró más de unos segundos. Luego, el hombre soltó un último aullido.
La luna comenzó a perder su color rojizo. La función había terminado. La bruma desapareció. Los lobos se miraron entre ellos, sonrieron, se pararon en dos patas y se fueron. A cientos de kilómetros de distancia, una pluma marcó el punto final en una hoja de papel.
La literatura dañinaExiste un defecto muy grande en muchos nuevos aspirantes a escritores: tender a la perfección. Tal cosa es absurda, y más que nada contradictoria. Intelectualoide, demasiado literario, y lo más chocante es que hasta pierde sentimiento. El mensaje está perfectamente escondido y lleva a profundas interpretaciones, pero raramente es disfrutable. Cuando uno lo lee hay algo que falta; algo que pica, algo áspero que no te deja acariciar las palabras.
Este cuento lo escribí llegando ya a mis 14 años. Para ese entonces la idea de que escribir bien implicaba tener una llegada muy limitada a la gente, intelectualmente hablando, había adquirido solidez en mi cabeza. Aún sostenía (y seguí sosteniendo) el objetivo de rematar con un final absolutamente sorpresivo. La idea es no dar indicios de él, ni siquiera pistas, para así dar el golpe final con éxito. Terminar con las palabras justas, en el momento justo. Eso no lo critico y me parece, de hecho, muy importante y enriquecedor. Sin embargo tenemos que darnos cuenta de que un final no hace a un escrito, sino al revés. Cómo uno relata las cosas, cómo desarrolla esa maraña de ideas con el objetivo de hacer sentir al lector exactamente lo que uno quiere y más, cómo cada hecho se va encadenando con otros y todo va cobrando sentido. Más en un cuento, donde cada pequeña parte debe tener su sabor, cada oración debe ser sustanciosa y tener un propósito claro. Pero uno, mientras aprende, descubre el poder del impacto final, y eso lo cautiva; a tal punto de pensar en el final, constantemente, estar ansioso por llegar al final y poder escribir aquello que ocupó su mente al momento de comenzar el cuento. Yo sentía eso: ansiedad. ¿Cuándo llegamos?, ¿Cuándo llegamos? Repetía alguien dentro mío.
Y llega un punto en que es desesperante. Y buscas maneras y maneras de llegar más rápido, y la historia se vuelve vertiginosa, te saltas detalles, recurres a pérdidas de conciencia, saltos temporales enormes, hechos demasiado abruptos y cuando te dás cuenta has tomado al lector por el brazo y lo estás arrastrando por la calle corriendo; y en un momento frenas, tomas violentamente la cabeza del confundido lector y le tuerces el cuello para orientar su visión hacia un monumento. No sabe cuándo llegó, no sabé qué ha pasado ni cuánto tiempo transcurrió; tarda un momento en caer a la realidad. El efecto es exitoso. Sorpresa y cierre. Y tienes que avisarle... "Ya está. ¿Lo viste?". Y te le quedas mirando con la cara de un niño que le muestra su primer dibujo a la madre, esperando un veredicto.
Y quizá realmente quedó impresionado. Pero en el proceso lo has golpeado mucho, fue tratado con brusquedad y ahora el pobre hombre casi ni entiende dónde se encuentra.
Eso es literatura dañina.
Y en su confusión, al final te lanzará un tímido... "Está muy buenooo...". Totalmente insustancial. Y tu expresión cambiará a la de un quiosquero de cincuenta años que espera a que le pagues ese mísero chocolatín por el que tuvo que esperarte durante cinco minutos, hasta que te decidieras a comprarlo.
No sólo tiendes a caer en lo forzado, sino que tu argumento es duro de roer porque tiene que contener en un espacio muy reducido todos los ingredientes que den cabida al tan enarbolado desenlace. Así de complejo es el asunto. Sí, sí. Te digo que sí. Todo se toma en cuenta. ¿Viste? Es interesante la cosa, porque imaginate, agarrás una comida re sustanciosa... Claro, con verduras, carne, todo eso, como un guiso de esos que te preparaba tu vieja ¿Te acordás?... Ah, ¿seguís viviendo con tu vieja? Sí, yo también. Un bajón, pero bueno, no está fácil la cosa como para alquilarse un lugarcito, aunque sea chico. Hm. Claro. No, pero bien igual... No, tampoco es que tengo treinta años, está la facultad todavía. Y bueno... ¡Ah! bueno, es como agarrar una comida así sustanciosa y meterla en un cubito de caldo Knorr. Te lo comés de un bocado y terminás diciendo. ¡Hm!... y ahí quedó la cosa. No pudiste saborear cada ingrediente como se debe. Hay que distender el escrito, como acabo de hacer yo. Para darle lugar al lector de reflexionar acerca de los detalles, y brindarle la oportunidad de descubrir lo que está más escondido en tu historia.
Y al final, cuando termine de apreciar todo, y haya digerido todo a su tiempo, su respuesta va a ser diferente. No te dirá nada. Se quedará pensando, y luego de un momento comenzará diciéndote...
"No... es... La verdad, buenísimo, genial. Osea, cómo el personaje ..."
Y de ahí en más comienza otra historia, que no contemplaré en este espacio porque no viene al caso. Lo cierto es que lo que viene después de esos puntos suspensivos será algo que tú, como escritor, podrás disfrutar tanto como él disfrutó leyendo tu obra. Esa es la verdadera recompensa.
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